Marcos Musso - "7 segundos y 18 pasos memorables"

Su historia

Son las diez horas de un sábado de septiembre de 1992. Suena el despertador. El goleador Marcos Musso abre los ojos y pega un brinco en la cama. Toda la noche soñó con canchitas de fútbol, goles y festejos. Un hecho puntual interrumpió varias veces su descanso: el gol que convertiría a la tarde del día siguiente. Se levanta rápido, va en busca de sus botines –las armas que usará varias veces para convertir uno de los sueños de Freyre en realidad–. Los pone sobre una silla al lado de la mesa, en el comedor, mientras desayuna. En la escena también están sus vendas blancas enrolladas y sus canilleras celestes (sus paragolpes para soportar todos los guadañazos que le tiran los que no pueden detenerlo cuando avanza con la pelota dominada). Intercambia unas palabras con sus padres –Lila y Miguel– pero muy pocas, porque ya está concentrado pensando en jugadas y definiciones que pondrá en práctica algunas horas más tarde. Recuerda cada indicación táctica que le dio el profesor Jorge Giacomino. Piensa en sus compañeros, en el esfuerzo que hicieron todos durante el año. Sabe que cada uno cumplirá con sus cábalas para que la suerte los acompañe, en la cancha de Barrio Cabrera, cerquita de la ex Fábrica Militar, en la ciudad de San Francisco. Uno de sus compañeros lustra los botines hasta ver reflejado su rostro en la punta del mismo; otro pone banditas elásticas en las lenguas de los botines; otro reza tres veces por hora y le pide a Dios que les dé una mano; el arquero acomoda sus guantes del mismo modo en que lo hizo los diecinueve partidos anteriores. Uno que juega de defensor y que es una mezcla exótica de jugador e hincha, guarda en su bolso muchos rollos de la máquina registradora de su madre para repartir entre las personas que van a alentar al equipo. Esos papeles volarán alto y lejos cuando los freyrenses que prometen pelear los primeros puestos del campeonato ingresen al campo de juego.

A las 13 horas, todos los planteles del Baby Fútbol de Freyre se encuentran en la vereda de la Municipalidad para viajar a disputar una fecha más del largo campeonato (son 28 partidos, 14 de local y 14 de visitante). La categoría “Tercera”, está segunda en la tabla de posiciones (está dos puntos abajo del puntero 2 de Abril) y hoy debe ganar para seguir en carrera. Corre el segundo año de la década de 1990. Cada partido ganado otorga dos puntos, el empate confiere uno, y el perdido, cero. Los jugadores suben al colectivo junto con sus profesores, algunos padres, una bolsa repleta de camisetas y pantaloncitos con aroma a goles, un botiquín, un bidón con agua bendita para las lesiones y un aerosol que cura absolutamente cualquier dolor. En la bodega del colectivo cargan, también, varias cajas con papelitos –por las dudas la categoría 1981 dé el batacazo de visitante y ponga de rodillas a Barrio Cabrera, en su propia cancha–. No es un partido más. René Jiménez, el chofer, arranca el motor del colectivo y los pibes encienden sus gargantas a máximo volumen. Suena un clásico que invita a soñar: Vení, vení, / cantá conmigo / que un amigo vas a encontrar / que da la mano / de Giacomino/ todos la vuelta / vamos a dar.

Se ponen en marcha el colectivo y los anhelos más profundos. Todos miran hacia un asiento y confirman que el goleador está presente. Saben que él tiene un gol guardado en sus botines, y que esa tarde el genio frotará la lámpara. Confían en su capacidad de sorprenderlos cada sábado, como si fuera un mago. Marcos, piensa 15 veces –durante el transcurso del viaje– a qué palo definirá si queda mano a mano con el arquero. En su mente ensaya escenarios hasta que escoge una alternativa. Sus pies registran todo. La zurda está lista para ejecutar una jugada que pasará a la historia. Tiene hambre de gloria. Luego se sube el cierre de la campera, apoya su espalda en el asiento, lo reclina y se relaja. Sonríe sutilmente, como si supiera que el destino estará de su lado. Abre su bolso, comprueba que sus botines y canilleras están allí y luego fija su mirada en la ventilla y observa los campos verdes que están al costado de la ruta provincial 1.

El profe Giacomino anuncia el arribo al campo de juego del club de la ciudad de San Francisco. Juegan 3 categorías y llega el turno de la Tercera, la clase 1981. La cancha está llena. “Hoy ganamos y dejamos afuera a Freyre”, aseguran con vehemencia tres generaciones de hinchas de Cabrera que se dieron cita para alentar a los pibes de su barrio. A Marcos no lo inmuta el clima adverso; todo lo contrario, él disfruta esas situaciones. Se acerca la hora del partido. Comienza a cambiarse. El goleador de Freyre se ata los cordones de los botines y se pone la camiseta número 10 (la de Maradona). Lo hace al ritmo de los bombos que suenan sin pausa. El equipo de Freyre entra en calor, el profe Giacomino y Alberto Medrano arengan y contienen a sus jugadores con gestos y palabras mesuradas, porque saben que tratan con niños de 10 años.

Las piernas ya están listas y las mentes también. Los corazones están enfervorizados. El profe lo advierte y los convoca a todos. Hacen un círculo, todos abrazados. El profe les da una charla técnica memorable. Hace docencia formativa. Les dice: “Muchachos llegó el día, este partido es clave, hoy todos deben dar lo mejor; si ganamos hoy podemos ser campeones. Yo confío plenamente en cada uno de ustedes. Estoy orgulloso de ustedes por el campeonato que hicieron y ojalá hoy Dios nos acompañe y ganemos este partido porque ustedes se lo merecen. Pero escúchenme bien, esto es un partido de fútbol, no es una guerra. ¿Está claro? ¡Así que salgan con la cabeza en alto, jueguen, metan y diviértanse!”. Acto seguido lo mira a Marcos, le pone la mano sobre su hombro y le dice: “vos tranquilo, la pelota te va a llegar, y vos sabés lo que tenés que hacer”. El goleador asiente con la cabeza, se sube las medias, y sale caminando hacia la cancha.

El equipo está convencido y sabe lo que quiere. La moral está bien en alto. Se dan aliento uno con otro. El árbitro les hace un gesto con la mano y les indica que es momento de ingresar a la cancha. Los jugadores pasan la puerta, se dirigen a la mesa de control, firman las planillas reglamentarias y posteriormente el capitán hace rodar la pelota hacia el centro del campo de juego. Los siete jugadores titulares entran trotando en fila india. Pablo “Pololo” Secrestat estampa dos pelotazos seguidos en el travesaño –cumpliendo así con la cábala de cada partido, cuando ingresa a la cancha–. El goleador Musso camina y observa los arcos. Le gusta que las redes estén bien tirantes para que sus goles tengan mayor impacto.

El árbitro llama a los capitanes de ambos equipos al círculo central, y efectúa el clásico sorteo. La moneda gira en el aire. El azar confirma que Freyre saca. El sonido del silbato indica el comienzo del partido. Es el encuentro deportivo más esperado de la tarde. Cada pelota se disputa con uñas y dientes en todos los rincones de la cancha. Marcos la pide siempre, se muestra, quiere dejar su marca en esa cancha. La pelota va y viene a un ritmo vertiginoso. Los directores técnicos dan instrucciones a sus dirigidos. La gente grita y celebra cada jugada. El bullicio del público tapa el sonido del silbato. Termina el primer tiempo. Cero a cero. Antes que comience la segunda parte del cotejo, Marcos los llama a sus compañeros y les pide que le tiren la pelota entre el 4 y el 2, de los rivales. Ya los tiene estudiados. Se acerca al mediocampista y expresa: “¡Tiramelá a la espalda del lateral derecho y yo me ocupo!”. Los minutos transcurren, el sudor recorre los rostros y humedece las camisetas de los jugadores de ambos equipos. El calor supera los veintiocho grados y la humedad agobia. Marcos aún no sabe que en siete segundos cambiará la historia de su equipo y su propia historia. Recibe el pase de un compañero, el reloj marca las quince horas, cuarenta y cinco minutos y diez segundos. El goleador aguanta la marca pegajosa del defensor que no le mezquinó patadas y agarrones. Él se mantiene frío, impávido, como si ni lo registrara. Tiene la pelota entre sus pies, la cubre mejor que Román Riquelme, la pisa con los tapones del botín izquierdo, se la pasa al 5 y le grita “¡Ahora, dale!”. Su compañero entiende la orden y se la tira a la espalda del 4. Marcos gira y pica al vacío, le gana la espalda al lateral derecho y enfrenta al central. Corre en zigzag, lo elude con pasos cortos y veloces y cuando le sale el arquero (un ser capaz de deshacer con las manos las mejores obras de arte que otros hacen con los pies), lo mira a los ojos, amaga como un torero, adelanta la pelota unos centímetros por última vez, lo desacomoda moviendo la cintura para la izquierda y luego hacia la derecha y con un zurdazo cruzado envía el balón al fondo de la red. Lo que no sabía el arquero es que Marcos conoce el futuro y, por tanto, sabía a qué palo él se jugaría. Cuando la pelota cruzó la línea de cal, el goleador llevaba recorridos 10 metros y había dado exactamente 18 pasos. En esa escasa distancia burló a dos defensores y dejó en el piso al arquero. La zurda mágica apareció una vez más e hizo un golazo. Marcos sale corriendo hacia el córner a festejar como un pájaro solitario que sale a volar después de muchos años de cautiverio. Luego se funde en un abrazo colectivo con sus compañeros. El desahogo se evidencia en los rostros. El público eleva el volumen de los cánticos. El banco de suplentes completo estalló de alegría. El profe Giacomino pide calma y concentración a sus dirigidos. El partido continúa. Cinco minutos y siete segundos después, Freyre hace el segundo gol. Las chances de empate para Barrio Cabrera se esfuman. La ansiedad copa el viento. Los segundos se hacen eternos. De pronto, el silbato del árbitro indica que Freyre acaba de ganar un partido clave. El profe Giacomino y Alberto Medrano corren a abrazar a sus jugadores. Vuelan papeles y los jugadores revolean sus camisetas.

En 7 segundos, la zurda de Marcos convirtió un escenario hostil en un campo magnético de esperanza. A Gerardo Bie le llevaron 12 segundos relatar los hechos concatenados que Marcos hizo en 7, simplemente porque esa jugada exigía realmente muchísimos adjetivos calificativos.

Es sábado. Es un día histórico pero Marcos aún no sabe que su equipo saldrá campeón de la Liga, venciendo a 2 de Abril, 3 a 2, en una final en cancha neutral. Tampoco es consciente que ese día comenzó su explosión futbolística. El transcurso de los días lo confirma. El freyrense se consagra goleador de la Liga de Baby Fútbol. También sale goleador y campeón en los torneos locales de Fútbol de Barrio. Paralelamente, lo convocan para integrar la Selección de Baby Fútbol, sale subcampeón en primera división del Baby, sólo por mencionar algunas condecoraciones. El goleador, ni imagina que su nombre recorrerá la zona y que todos los arqueros sentirán palpitaciones toda vez que adviertan su presencia en un campo de juego.

Tras su andar por la Liga de Baby futbol, Marcos comienza a hacer acrobacias con la pelota vistiendo la camiseta del 9 de Julio Olímpico de Freyre. Juega de enganche y también de delantero. Demuestra rápidamente su oficio. Poco tardaron los ojos futboleros exigentes en advertir que estaban ante un distinto, un amante del buen juego, de la pelota al ras del piso, de la gambeta y de la definición con tres dedos. Los medios hablan de un goleador serial implacable, alguien que parece hallar placer en los “mano a mano” con los arqueros. Un zurdo que disfruta enfrentar los desafíos futbolísticos que la mayoría evita. La velocidad de su cerebro es aún superior a la de sus rápidas piernas, lo que le permite adelantarse a la jugada, procesar información en fracciones de segundos y transformar datos en goles. Es una especie de big data aplicada al fútbol. A medida que pasan los partidos, deja sus marcas en todas las canchas de 11 jugadores, de la Liga Norte. Para él, hay pocas cosas más reconfortantes que festejar un gol. Para Marcos cada gol es sinónimo de libertad, de objetivo colectivo logrado, de futuro y esperanza.

Pero estamos en Barrio Cabrera, en 1992. Al goleador ni se le cruza por la cabeza, en medio de tanto ruido, que en el fututo recibirá un llamado desde Buenos Aires. Pero sucede. Mientras juega en las inferiores del “9”, el club de sus amores, Boca Juniors, lo convoca para defender los colores xeneizes. Marcos no duda. Con 15 años de edad y muchas ganas de mostrar su arte futbolístico, se instala en la Capital Federal. Comienza a vivenciar su sueño: pisar con los botines puestos, uno de los templos del futbol mundial: “La Bombonera”.

Llega a Buenos Aires en pleno auge del futbol nacional dado por la revolución de las comunicaciones, en la década de 1990. Jugadores como Diego Maradona, el Beto Márcico, el “Mono” Navarro Montoya y Claudio Paul Cannigia, integran el Dream Team de la primera de Boca. Comparte algunos momentos con sus ídolos. Aprende muchas tácticas y kilos de compañerismo. Potencia sus destrezas deportivas y sus cualidades humanas. Juega por la izquierda, hace goles, ensaya gambetas, gana, pierde y empata. Este período es clave en su vida. Lo vive como un proceso educativo que le confiere herramientas para afrontar lo que vendrá. Luego de un año y algunos meses, vuelve a Freyre, retoma sus estudios secundarios en el Instituto Mariano Moreno, gana varios intercolegiales de futbol y vóley, y se calza la camiseta de la primera división del 9 de Freyre. Luego apuesta al estudio, se radica en la ciudad de Córdoba y se gradúa de Contador Público en la Universidad Nacional de Córdoba. Durante su vida de estudiante hace goles en canchas de todos los tamaños y en todo tipo de césped. Marca diferencia en cualquier partido. Los fines de semana, viaja a Freyre para integrar el plantel del “9”. Es la carta que los técnicos tienen para sorprender a los rivales. Su zurda milagrosa salva varios partidos con goles y asistencias, o simplemente teniendo el balón cerca del área rival cuando hay que dormir el partido. Hay una constante en su vida deportiva: la pelota y él siempre se encuentran. Mientras la mayoría de los jugadores tienen que ir hacia el balón, en el caso de Marcos se da lo contrario: la pelota va hacia él. Esto sólo les sucede a los distintos, quizás porque la pelota sabe que en sus pies, es bien tratada. Sin dudas, el fútbol es una de las mejores materias que rinde en su vida, pero también practica vóley y natación, logrando importantes títulos en ambos deportes. Cuando cuelga los botines en el fútbol formal, continúa apoyando el deporte, acompañando a sus hijas en la práctica de vóley y admirando el talento de Román Riquelme y Lionel Messi por televisión. Asevera que la familia que construyó con Laura –su compañera de vida– es el mejor equipo que integró. Un excompañero de equipo, expresó sobre él: “Con Marcos entrábamos a la cancha siempre ganando 1 a 0. En 7 inolvidables segundos cambió la historia del Baby. Se merece que el éxito lo trate como a un par”.

¡Felicitaciones Marcos Musso por tu caminar por el mundo del deporte, por tu firme convicción de que el deporte educa, integra y nutre de importantes principios para afrontar los eventos deportivos, pero principalmente, los acontecimientos de la vida! Muchas gracias a Gerardo y Héctor Hugo Bie y a Andrés Carignano por el inconmensurable material aportado para darle luz a esta historia.

El nombre “MARCOS MUSSO” encumbra el Museo Virtual del Deporte de Freyre. ¡Muchas gracias!

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